El poeta sube al escenario. Se presenta, presenta su libro. Nos dice que va a leer cuatro poemas, dos cortos y dos largos. Y empieza, con la voz un poco temblorosa y la vista fija en sus papeles. Le cuesta leer y sostener su libro al mismo tiempo. Cierta torpeza y empiezan a fluir las palabras de siempre, en el orden de siempre. El tipo está nervioso pero entusiasmado. Lo escuchamos, es lo que corresponde, a nadie se le hubiera ocurrido empezar a gritar o tirarle algún objeto. Pensé en un zapato y salir corriendo, pero era domingo y estaba cansada y además mis zapatos son blandos y me falta puntería. Aunque tampoco era para tanto. Hasta que escupió con un orgullo injustificado la frase que, creía, lo llevaría a la fama: “Cómo hablar del silencio, cómo escribirlo, si cuando hablo o escribo el silencio desaparece”. Y después aparecía un bebé con sus primeros balbuceos y la estupidez de darle la bienvenida al mundo de los hombres.
Yo había ido con una amiga. Antes de que la función empezara, ella se había acercado al poeta para saludarlo. “Hoy leo yo”, nos dijo. A la salida lo cruzamos de nuevo. Tenía la sonrisa inmóvil y los ojos le brillaban detrás de los anteojos. Mi amiga lo felicitó. Yo le sonreí. Al chico que estuvo parado al lado mío durante toda la noche sí le habían parecido buenos los poemas. “Pero no me gustó cómo los leyó, nadie sabe leer poesía”. Y yo me quedé pensando. Dudé de mi criterio, una vez más. No, su poesía también era mala. Eran las palabras de una adolescente atormentada puestas en otro orden. No había nada nuevo. “Estoy cansada de los lugares comunes”, pensé. Y me acordé de mis monografías pendientes y de los temas de siempre sobre los que pensaba escribir. La deconstrucción de la noción de autor en la poesía de Pessoa o la constitución del sujeto en la poesía de Dylan como una “fuerza nietzscheana siempre en proceso”. Insoportable. Los lugares comunes me persiguen. O quizás yo los busco, porque nadie me obliga a escribir obviedades o escuchar poesía berreta.
Y todo esto para decir que el lugar común que más me fastidia es otro. Soy yo. “Sí, se te nota en la cara, pobrecita”, me dice mi amiga cuando me ve. Pero que sigo linda igual, que ya va a aparecer otro.
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