domingo, 23 de mayo de 2010

Vértigo

La primera noche que durmió sola no tomó ninguna pastilla. Se puso un jogging viejo, el buzo que había sido de él y se deslizó entre las sábanas frías. Miró al techo. Cierta sensación de excitación ante lo desconocido y un poco de miedo, inofensivo todavía, le acariciaban el estómago por dentro. Sonrió. Lo logré. Lo dejé. Estoy sola. Podía incluso ser divertido. Hombres, hombres, hombres. Todos esos besos acumulados podían explotar, al fin. Su cabeza empezó a galopar, y no paró. Imaginó otros cuerpos, se imaginó con otros, se sintió, por un segundo, casi feliz. Y sonreía sólo para ella, en la oscuridad.

Se despertó a eso de las cuatro, el pecho empapado, el pelo pegado a la frente. Un sueño con garras todavía la lastimaba. Fue a la cocina, prendió la luz, trató de tranquilizarse. Infinitos caballos le galopaban ahora por dentro. Desbocados. No los pudo controlar.

Todavía no puede.

Pero ya sabe dónde venden avena.

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