domingo, 6 de junio de 2010

Un nombre para mi secretaria teñida

Voy a dar más detalles, sólo entonces las historias se vuelven interesantes.

Cuando ella –que desde ahora será Mónica- lo vio, pensó en muchas cosas. Primero, sí, le miró los brazos y se sintió como apretujada. Brazos firmes, gruesos pero no tanto, marcados aún más por la fuerza que hacía para sostener el paquete. Mi Mónica se excita fácil, especialmente cuando perdura en su cuerpo la modorra de la mañana y no tiene nada que hacer en la oficina. Pero Mónica pensó en otras cosas, todo en un segundo. Tiene problemas para dormirse, piensa demasiado. Lo imaginó soltero pero aún enamorado de alguna; la remera, un poco arrugada, indicaba que vivía solo. La barba desprolija, los ojos azules y el pelo bien oscuro. No, alguna se había enamorado de él, era al revés.

Cuando él –que desde ahora será Franco- la vio, clavó los ojos en sus piernas. Le llamó la atención lo largas que eran, y la forma en que estaban cruzadas, como con displicencia. Tuvo ganas de tocarle las rodillas y empezar a subir, pero era muy temprano y todavía le quedaban siete paquetes en el auto para repartir por toda la ciudad. Además, estas minas son siempre unas histéricas, secretarias teñidas que se pasan las horas pintándose las uñas y boludeando a medio mundo por teléfono. Pero después le miró la cara, de perfil, las pestañas que se arreglaba sin verlo. Y había algo delicado en todo eso, algo que se escapaba de lo ordinario, algo de hada –pensó, sin saber por qué había elegido esa palabra.

Los domingos a la noche, Mónica llora.

Franco mira televisión.

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